jueves, 11 de mayo de 2017

Lo bueno, lo malo y lo feo




En un afán de encontrar una presentación profesional idónea (en Recursos Humanos, eso se llama ahora coaching), se me ocurrió hacer el ejercicio de establecer una lista de elementos que pudieran aclarar mis puntos a favor y mis puntos en contra. Quise comenzar desde una perspectiva de comprensión de mi pasado, entonces establecí una estructura bastante simple: describir eventos que me hubieran impactado, dividiéndolos entre lo bueno y lo malo. 

Aunque soy bastante incrédula de este tipo de prácticas (creo en ella lo mismo que creo en ir al sicólogo, es decir, prácticamente nada), me sorprendió ver el resultado. Hasta ese momento, hubiera asegurado que casi todo en mi vida había sido malo. Pero en el papel, comenzaron a suceder páginas y páginas de lo bueno (que no relataré, pues resultaría aburrido). Y cuando pasé a lo malo, resultó que podía describir sólo dos situaciones. Y al revisarlas, me di cuenta que finalmente no habían sido perjudiciales, sino que al contrario, pues fueron episodios que construyeron en mí las fortalezas que siempre me han ayudado. 

La primera tuvo que ver con mis padres. Tuve la intención de colocar: “Mis padres no se querían.” Pero algo inconsciente me frenó. Y así como el robo del libro en Fahrenheit 451, -“no fui yo, fue mi mano”- redacté otra oración: “Mis padres no fueron capaces de tomar buenas decisiones”. En esos breves segundos en que me releí mientras escribía, rememoré muchas situaciones que me confirmaron que sí se habían querido. Es más. Es muy probable que el haberse querido fuera la causa de que no tomaran buenas decisiones. Entonces tuve dudas de si realmente debía ir en lo malo. Sin duda, había existido una carga muy pesada al respecto: me correspondió a mí, desde muy niña, tomar las resoluciones por ellos. Y eso sí había resultado muy duro de sobrellevar, pero al fin y al cabo, lo hice y generó en mí el buen hábito de buscar siempre cómo salir de las situaciones desfavorables.

Lo otro malo fue haber pasado hambre y frío. También haber vivido de allegada. Esa precariedad fue un periodo que duró como unos cinco años en mi adolescencia. Sin embargo, con el tiempo, he agradecido esa experiencia porque cambió mi forma de enfrentar las dificultades. Una vez comenté a alguien al respecto: “cuando uno ha pasado penurias, nunca vuelve a ser el mismo. Cambian todas las prioridades. Porque al final, lo que te hace feliz es un hogar cálido y un plato de comida. Lo demás, es superfluo. Si lo puedes tener, genial. Pero si no, da lo mismo. Lo que se aprecia y se agradece cada día es mucho más elemental. ”
 
En esa época, hubo momentos muy difíciles. Pero la verdad es que me cuesta hoy recordarlos. Tengo que hacer un gran esfuerzo para rememorar algún detalle. Pero sí tengo en mente las situaciones absurdas y las cosas extravagantes que había que hacer para resolver asuntos domésticos. Por ejemplo, yo tenía un solo par de zapatos y cuando se gastaba la tapilla, mi madre tenía que ir a cambiarla al zapatero, mientras yo me quedaba en casa con zapatillas de levantar, esperando me trajera mi calzado listo para ser usado de nuevo. Otra vez, de regreso a casa luego de haber la tarde hojeando revistas en la biblioteca del Instituto Francés (iba ahí porque había calefacción), le dije a mi madre “Me tomaría una copa de vino”. Pero no teníamos nada de dinero. Cero. Y como a la media hora me dice: “sabes, me acabo de acordar que gané $500 al Loto y una caja de vino cuesta $495. Alcanza, pero tienes que pasar primero por el boliche a cobrar los quinientos pesos.” Y partí, cerca de las nueve de la noche por el premio y por el vino.

De pronto, recordé un tercer punto que no tuve claro dónde colocar porque se trataba de algo que no consideraba alegre: haber descubierto tan tarde en mi vida cuánto me gustaban las matemáticas. Pero tampoco pude considerarlo negativo, pues maravillarse con algo, cuando sea que esto suceda, debiera ser siempre visto como un regalo. Pero la pregunta de cómo hubiera sido mi vida si lo hubiera sabido antes sí ha sido desde entonces un malestar constante, sobre todo porque cualquier respuesta es una mera especulación. Nada indica que los números habrían hecho de mí un buen ingeniero y menos que hubiera resuelto todas las contrariedades. Y si me pongo a divagar en las tantas dimensiones paralelas que podrían haber sido, puedo terminar derrochando horas lamentando los desenlaces más improbables.

La vocación siempre ha sido una de mis grandes incógnitas, sobre todo en un mundo tan restringido y limitado para resolver ese tipo de interrogantes. Una equivocación de esa índole, cuando uno persiste en calificarlo como equivocación, puede transformarse en un estado enfermizo. Entonces, se me ocurrió que quedaba mejor en una columna transitoriamente llamada “lo feo”. En un juego de palabras del famoso western “El Bueno, el Malo y el Feo”, una de mis películas favoritas, sumado a que quien interpreta al Feo es mi actor preferido y mi más profundo amor platónico. Por lo demás, el Feo era el personaje que siempre daba las sorpresas divertidas y el único de los tres (que eran igual de cabrones) que tiene una explicación por haber sido bandido.

Mireille Darc, actriz y mujer que admiro mucho, respondió en una entrevista con respecto a su padre: “No, no lo odio. Al contrario, siento que lo quiero cada vez más. Primero porque, después de todo, me crió. Y luego, porque pienso que fue un hombre que sufrió mucho.” El padre la había tratado siempre de “bastarda”, pues la niña era producto de una infidelidad de su madre. Un día, cuando Mireille tenía 7 años, él amenazó con colgarse delante de ella gritándole: “es por culpa tuya”. La actriz cuenta que en ese momento sólo pensó en impedir el suicidio, en llorar y suplicar para que no lo hiciera. Después, no lo contó hasta adulta, no dijo nada porque, y lo declara con mucha serenidad, con mucha altura de miras: “En la familia, uno no hablaba. No decía lo que pasaba. Pero así era esa época.”

La propia vida nos permite muchos recorridos y muchas miradas. Y la más significativa de las misericordias: hacia sí mismo. Pero para lograrlo, hay que perder el miedo a mirar las armas con las que se resolvió sobrevivir y atreverse a llegar más allá del final de la noche. Al fin y al cabo, si hay algo que uno sabe de su propia persona es que no es un monstruo. Sólo habitan en uno fantasmas que necesitan que los ayudemos a terminar de expresar lo que no alcanzaron a decir en vida para poder descansar tranquilos. En un magnífico monólogo acerca de la humanidad, interpretado por primera vez en Broadway justamente por Eli Wallach (el Feo), Tennessee Williams escribió: “El corazón es una suerte de instrumento que transforma el ruido en música, es decir, el caos en orden; pero en un orden misterioso.”


Calypso