miércoles, 12 de noviembre de 2014

Déjame que te cuente…



 

Hace una ponchada de años que viajamos al Perú con Moni y Julio, casi con el fin exclusivo de llegar a Cuzco y al Machu Pichu. Con Julio partimos unos días antes que Moni, y durante nuestra estadía limeña nos acomodamos en el departamento de una compatriota exiliada, amiga de mi familia. Ella estaba fuera del país en aquel momento y fuimos recibidos por su hija, una estudiante universitaria bien dispuesta a albergarnos y servirnos de guía. Pese a los intereses en común (la política, las culturas originarias, las ciencias sociales y las artes), había algo en la comunicación que no fluía. ¿Era ella, o éramos nosotros?

Ni ella, ni nosotros: el problema era el novio de nuestra anfitriona, un joven funcionario arrogante y prepotente, que se desvivía por hacernos sentir incómodos. Y dado que lo lograba, nuestros días estaban tan partidos al medio como la vida de la muchacha: con ella a solas la pasábamos bien, pero con su pareja la convivencia era sofocante. Aunque descartamos la idea de irnos a un hotel para no desairar a la joven, ganas no nos faltaban. Pero quiso la fortuna que él fuese reclamado a sus altas funciones (nada le gustaba más que darse la corte sabiendo o creyéndose imprescindible), y se nos abrió una chance que aprovechamos para visitar unas playas cercanas a Lima que todavía conservan sus nombres de antaño: “Caballeros” y “Señoritas”. Luego del chapuzón y de un ceviche exquisito, seguimos rumbo al sur, hasta llegar a un pintoresco pueblito de pescadores y a su rumorosa feria de fin de semana. Dimos unas vueltas por el puerto, nos tomamos una cerveza mientras mirábamos pasar la gente y, ya algo fatigados, emprendimos el regreso. Llegamos sobre el filo del crepúsculo, y hubo un acuerdo tácito para perpetrar una de esas siestas tardías de las que nadie sabe a ciencia cierta si se terminan ese día o al siguiente.

(Esa vez me tocaba el sillón de la sala, y ahí quedé profundamente dormido hasta que percibí que alguien acariciaba mi cabeza. Breve pero intensamente, soñé que mi novia se había arrepentido de su pertinaz negativa a sumarse a la travesía y que sus dedos –de la manera más delicada que imaginarse pueda– me anunciaban el inicio de otro viaje, el mismo pero distinto. Cuando abrí los ojos y vi la cara de nuestra amiga asomada sobre la mía, no supe ocultar mi decepción y ella se embarulló en explicaciones sobre mi cansancio y su natural tendencia hacia la ternura. No importaba. Interesaba, en cambio, que me había despertado a la verdad de que estaba fatalmente lejos –en todo sentido– de aquella chica que se había quedado anclada en Buenos Aires y que desconocía la sutileza y la devoción de ciertas caricias.)

Moni llegó al otro día, y por la noche nos fuimos a recorrer las adorables callecitas de Barranco: adivinamos que allá abajo, detrás de un mar de brumas, se escondía el Pacífico, y en el Puente de los Suspiros nos rendimos a la elocuencia del verbo nostalgioso y a la vez preciso de Chabuca. Luego nos comimos unos suculentos anticuchos en un puesto callejero, pero el novio plenipotenciario –nuevamente estampillado a nosotros– nos terminó llevando a un restaurante repaquete que, claro, terminamos gatillando los argentinos. Al despertar, nos movimos como vietnamitas en los arrozales y nos escabullimos para ir “de incógnito” al casco histórico de Lima, que caminamos en santa paz hasta llegar a la Alameda de los Descalzos. Estábamos a punto de ingresar a este parque hechizado por los encuentros entre el Virrey y su caprichosa amante peruana, cuando nos llamó la atención una procesión que venía por una avenida aledaña.

Se trataba de un grupo que avanzaba como si fuese un solo hombre: acompasaban sus pasos al ritmo de una melodía luctuosa que ejecutaba una banda de vientos fúnebres, y entre todos parecían arrebujar un mismo sentimiento pesaroso y expiatorio. Al frente, marchaban unos negros grandotes como algarrobos que portaban una imagen religiosa, y sus rostros se veían sudorosos bajo las capuchas violetas que los cubrían. Pronto descubrimos que aquello que creíamos era sudor, en realidad, eran genuinas lágrimas de penitentes. Lloraban las mujeres, jóvenes y viejas, y lloraban los hombres de cualquier edad, todos ellos de riguroso traje y corbata, y un lazo, o una capa fucsia que denotaban su jerarquía en la congregación. El incienso, los colores, la música y los rezos agónicos del misticismo de los promesantes, nos llevaron a un recodo olvidado del Medioevo. Allí nos olvidamos para siempre de las perversiones de La Perricholi, y advertimos que también nosotros llorábamos, conmovidos por aquel pesar colectivo sin clemencia, reposo ni sosiego.

Cuando al fin aterrizamos en Cuzco, abandonamos ese mundo hispano y nos sumergimos en el cosmos de los pueblos andinos. Es verdad que los conquistadores dejaron sus marcas en todas partes, y que inclusive nos alojamos en un hotel que en sus años debió ser la residencia de una acomodada familia de la Colonia. Pero aún en las narices de la Catedral, los relojes carecían de eficacia y la vida transcurría en el tiempo cíclico del Inca. Nos habituamos con sospechosa facilidad, y acomodamos en espacios la nueva temporalidad. Por las mañanas, nos instalábamos en el Café Ayllu y allí charlábamos con el encargado, leíamos los periódicos y revistas, o simplemente mirábamos pasar la gente mientras oíamos las mejores piezas de la música clásica que sonaban en discos de pasta que uno mismo podía seleccionar. Por la tarde, luego de las excursiones, volvíamos a la Plaza de Armas a “nomás estar”, a conversar con los niños que nos rodeaban, a filosofar con ellos y pensar en voz alta donde alguna vez estuvo el “lugar del regocijo”.

Camino al mercado de Pisac nos detuvimos en la ruta, justo frente al Valle Sagrado: la mirada se perdió en una contemplación de siglos y tras aquellas Edades sentí arder, en el centro del pecho, la conciencia de los Amautas del Incario. Y en viaje a Machu Picchu paramos en Aguas Calientes, que entonces todavía era un pueblo de madera a un sólo costado de la vía. Nos cobijamos en una posada cuyo mayor atractivo era un quincho instalado en el fondo del patio: sentados en sus rústicas bancas, casi podíamos tocar la ladera de la montaña pero se interponían las rugientes aguas del Urumbamba, capaces de arrasar con rocas, árboles, y pueblos enteros. En plena ciudadela trabamos amistad con tres canadienses (una mujer y dos varones), y a la noche nos los volvimos a cruzar en el poblado: tomamos tantas cervezas y nos reímos tanto hasta las primeras luces del alba que luego no nos pudimos explicar, ni entonces ni ahora, cómo fue que hablamos y entendimos a la perfección el idioma inglés.
Fue uno de los milagros de aquel viaje, aunque no el último. El prodigio final sucedió cuando bajamos por segunda vez del Machu Picchu, y tuvo como testigos a la montaña, al Vilcanota y a un solidario grupo de descendientes de los incas. Pero esa es otra historia. Y habría que ver si en ella caben toda la  incredulidad, el pasmo y el asombro por la cantidad de cosas que pasan en un solo minuto de algunas vidas.

Carlos Semorile