lunes, 28 de abril de 2014

Los Diablos de Prometeo







No es el título de un ensayo, ni tampoco una relectura del antiguo mito griego. Es más: cuando lo adoptamos como nombre ni siquiera sabíamos qué cosa era un mito, ni mucho menos quién había sido Prometeo. No sólo éramos muy chicos: éramos muy brutos. Recuerdo que conversábamos sobre la malísima suerte de haber nacido en una calle bautizada con el nombre de un tipo al que no conocía nadie. Peor aún: con ese apodo extrañísimo, nadie sabía cómo llegar hasta nuestra cuadra ya que, en nuestro imaginario, ningún geógrafo sensato se animaría a estampar esas cuatro sílabas fatídicas en un mapa.           

Sin embargo, el pasaje Prometeo era una delicia: apenas dos cuadras de casas bajas separadas por la transitada arteria Iberá, lo cual hacía que cada uno de los “dos pasajes” tuviese vida propia. Allí se fueron instalando nuestros padres a principios de los años ´60, y allí crecimos sus hijos, entre los vecinos de Núñez, sosegados y apacibles, ni tan acelerados como los de la zona comercial de Belgrano, ni tan remotos como los casi bonaerenses de Saavedra. Los días siguieron tranquilos, un genuino remanso de bonhomía y buena vecindad, hasta que los pibes empezamos a crecer un poco, y alguien echó a rodar una redonda y las tardes se llenaron de fútbol y gritos.

Como si nos hubiésemos juramentado, apenas llegados de la escuela revoleábamos los portafolios, sorbíamos apenas un poco de leche, y ya estábamos en la calle jugando a la pelota. Jugando en serio, digo, dejando el alma en cada pique, chivando como cosacos, desgañitándonos todo el tiempo, peleándonos a muerte por un penal no cobrado y un tiro que pasó rozando el imaginario travesaño. El pasaje había perdido la calma: aunque todavía no nos llamábamos así, estaban naciendo “Los Diablos de Prometeo”.

El nombre fue idea de mi viejo, y tengo dos hipótesis al respecto: o fue una manera de conciliar a “bosteros” y “gallinas” bajo el amparo del prestigio que en aquel entonces tenían los “diablos rojos” de Avellaneda, o fue una genialidad semántica de la que vendríamos a darnos cuenta pasados los años y los libros, cuando al fin supimos todo lo que el titán Prometeo hizo por nosotros. Sea como fuere, nosotros aceptamos el bautismo junto con las demás directivas de nuestro director técnico, preparador físico, levantador anímico, chofer e hincha número uno. Todo eso fue mi padre, y también nuestro fotógrafo.

Gracias a él, nos quedó un retrato de aquel conjunto, una foto que ha virado al sepia y en la que estamos los once titulares de aquella aventura prometeica –y una hermana colada, que aspiraba a sumarse al equipo-. Ahí, como en las tribus primitivas, estamos los hijos del barrio, todos emprimados entre sí, los Niro con los Lombardi (y un primo más de esta tanada), los Semorile con los Misenti, más el flaco Alejandro Schijman (aprímico), y Dante no sé cuánto (y un primo suyo) que fueron los únicos miembros del “segundo pasaje” que llegaron a sumarse a Los Diablos. Al fondo, está nuestro estadio, el Parque Saavedra, y al frente la ternura de unos rostros benditos que aún nada sabían de los peligros de robarle el fuego a los dioses.
Carlos Semorile

domingo, 20 de abril de 2014

Del cuaderno de Cándida - Pensamientos fragmentados



“La experiencia de la escritura se me ha presentado al día de hoy marcada por dos tensiones. Una trata de volver el mundo inteligible, la otra soportable (incluso querible). Si hubiera que elegir entre las dos, creo que elegiría la segunda”.

viernes, 18 de abril de 2014

No estamos solos pero estamos tristes



La noticia se hizo pública hace unas horas y aunque nadie puede decir que fue una sorpresa, el hecho está ahí. Gabriel García Márquez ha muerto y la gente lo está llorando. Como se llora a un amigo, como se llora a un ser querido. A un padre, a un hermano. Escritores geniales hay unos cuantos, los hubo antes de Gabo y los habrá después porque la humanidad es así. Persistente en sus esfuerzos. En sus tremendas ganas de seguir adelante a pesar de todo. Pero escritores que despierten la ternura de la gente son menos frecuentes. La gente lo ama a Gabriel. La gente, en realidad, no quiere vivir sin Gabriel. Y por eso la gente lo estamos llorando.

¿Qué cosa es un escritor? No tengo la menor idea. Pero hay algo mágico, sí, en esa manera que algunos tienen de enredar su vida con la de todos. De decirle algo a todos. Una forma de generosidad, de bondad en la mirada, anterior a la palabra. Porque primero es la mirada. Después la palabra, como una caricia, como una manera de decir a quien quiera leer: “vamos a seguir perdiendo y, sin embargo, todo va a estar bien, ya vas a ver, todo va a estar bien”. Y por eso quizás los libros de García Márquez nunca estuvieron meramente en una biblioteca sino que sus lectores se los llevaron puestos como un traje que se fue gastando sin hacerse viejo. Un traje que nunca compitió con otros trajes, más nuevos, más vistosos, más lujosos. Un traje que tuvo siempre la medida exacta de las cosas que nosotros –hombres y mujeres de América Latina– soñamos y no tuvimos, de nuestras pequeñas y grandes derrotas, de nuestras pequeñas y grandes alegrías.

Hay un poema escrito por un poeta argentino hace ya muchos años. Dejo de lado al poeta y me concentro en el poema que habla de Hiranyaka, el “mejor de los albañiles autor de paredes famosas” quien, un día, es requerido por la muerte. La Parca se acerca y decide llevarse a Hiranyaca porque quiere un palacio como nunca nadie tuvo y, entonces, le pregunta:

¿dónde está tu corazón?

tiene que venir también tu corazón
no lo tengo contestó Hiranyaka
ha hecho su casa en una mujer
oh muerte restos de mi corazón

encontrarás en cada casa de este reino
en cada pared que levanté hay restos de mi
corazón
pero mi corazón
ha hecho su casa en una mujer


Cabe pensar que la muerte quiso en este día que Gabriel García Márquez fuera a escribir para ella y solamente para ella los libros que, primero, escribió para nosotros. Y le habrá exigido la muerte también su corazón. Pero su corazón está acá, quizás en una mujer, pero también en cada página que escribió y que nos pertenece. Y cuando el llanto haya pasado, cuando la sensación de pérdida haya pasado, nos quedará esa página como una sola página eterna que nada puede borrar. Nos quedará también esa total seguridad de que estamos menos solos porque García Márquez estuvo un tiempo entre nosotros.

Entonces podremos realizar nosotros también el milagro. El pequeño milagro del libro abierto como una resurrección de todos nuestros muertos.

 
Antonia García Castro

jueves, 17 de abril de 2014

Por el camino del globo y los tíos





No es la primera vez que me pasa, pero en los cumpleaños la gente tiende a confundirse. Por ejemplo, mientras se hace el asado, mi suegra me ve en el arenero del club con uno de los niños y me dice: “¡Qué bien, cuidando al sobrinito!” La verdad que no: el pibe se cuida solo y él solito “banca los trapos” frente a grandotes que le llevan una cabeza, o más. Sucede que el niño ha convertido el “trepador” en un barco que navega las procelosas aguas de su imaginación, y los grumetes le deben obediencia al Capitán Valentín. Mediante el prodigio de su parla van apareciendo el timón, las velas, el mar, los peces, otros barcos, el ancla, y entonces aprovecho para incrementar su diccionario de marinería: proa, popa, eslora, babor, estribor, astrolabio. ¿Que es muy chiquito y no entiende los conceptos que dichas palabras encierran? Probablemente. Sin embargo, las ha repetido como Dios manda, y alguna vez, tal vez el día menos pensado, las tendrá a su disposición o se las brindará a alguien más.   

“Los tíos no educan”, suelen mascullar los padres con la bronquita apenas contenida, y algo de insana envidia también. Es cierto, pero olvidan decir que las tías y los tíos también siembran en sus exclusivas criaturas. En mi caso, no sería quien soy si no hubiese mirado las películas de cowboys acompañado de los comentarios mordaces y sardónicos de mis tíos varones. Cada sábado, por la pantalla del viejo canal once, los apaches rodeaban, arteros, la caravana de pacíficos colonos que querían hacer progresar aquellas “tierras de nadie”. Cruzando la calle, mis amigos del barrio miraban la misma cinta del salvaje Lejano Oeste, y odiaban a los ladinos comanches o sioux sin sospechar que -sí o sí- el Séptimo de Caballería llegaría a tiempo para impedir la matanza de los desolados “farmers”. A mí, entre risotadas, me lo habían contado mis tíos, quienes también competían a adelantar líneas completas del seductor diálogo final entre el muchachito y la inocente blonda que lo rescataba del vicio y la perdición del “saloon”. No voy a negar que todo ello me alejaba de mis cuatecitos, pero lo que perdí en inocencia lo gané en ironía para, con estudio y también con suerte, tratar de ser “un gil avivado”.

Por mi parte, y en tiempos de alarmante neutralidad del lenguaje, me encanta enseñarles palabras lunfardas a mis sobrinas y sobrinos. Sus rostros revelan un asombro genuino, a la vez que parecen descubrir el otro lado de la realidad, una orilla más divertida y menos opaca que les permite decir “cheno” en vez de noche, o reemplazar llovizna por garúa. Por lo que llevo dicho, podría pensarse que sólo me interesa este aspecto del vínculo, pero no es tan así. Ya me gustaría haber heredado las habilidades manuales de mi tío Negro, que cuando yo era pibe me hacía los barriletes más lindos del mundo. No sólo me los hacía, sino que –con infinita paciencia y amor- me enseñaba a hacerlos, desde el dibujo y los cortes, hasta el armado y el engrudo, y saber remontarlo. Pero no hubo caso: sólo me interesaba verlos volar. Irse y quedarse, pero siempre un poquito más allá que acá.

Los papalotes del tío Negro, si mal no recuerdo, fueron posteriores al globo azul y rojo de la tía Betty. Ella trabajaba en una tienda de Belgrano, y tenía un largo viaje hasta Ciudad Evita. Sin embargo, en Puente Saavedra decidió comprarme un tremendo globo, y lo llevó con ella en lo sucesivos bondis del problemático regreso. Contando con la solidaridad de los demás pasajeros, la tía Betty siempre tuvo una ventanilla disponible para que el globazo fuera viajando “a su aire” hasta llegar a destino. Caminó luego desde la parada hasta la casa familiar donde, más que satisfecha, me entregó su regalo. Pero, enseguida, quedó perpleja: apenas recibido de sus manos, no tuve mejor idea que salir al jardín y soltarlo para ver cómo se perdía en el diáfano cielo. Los papás siempre hablan de sus dolores paternos, pero pregúntele a Betty cómo fue ese día de su vida como tía.

Como en los cumpleaños, estoy algo confuso y probablemente todo sucedió en un orden inverso al de este relato. Poco importa, porque tuve tías y tíos que me regalaron palabras necesarias, hermosos barriletes artesanales, y un brillante y viajero globo rojo y azul.  

Carlos Semorile

La Musaranga

En estos días, los artistas de La Musaranga están haciendo un ciclo junto a Tata Cedrón en Buenos Aires. Se encontrarán más informaciones sobre el ciclo en El Cedroniano. Por lo pronto dejamos acá una visión. Un cuadro. Un pequeño momento robado para que quienes no conocen tengan ganas de conocer. A los artistas, claro. 

La Musaranga / foto de Ana Forlano

jueves, 3 de abril de 2014

Abril en la Quiaca por Carlos Semorile




El “feis” tiene estas cosas de que aparece una inocente foto fronteriza e involuntariamente se te disparan algunos recuerdos. Corría 1985 y no digo que se hablara únicamente del cometa Halley, pero sí que era un tema –por decir lo menos- recurrente en los medios. Se insistía, por ejemplo, en que su deriva lo aproximaría a nuestro planeta como ya había ocurrido en 1910, pero, claro, sin la paranoia delirante de aquellos años locos. En el plano estrictamente local, comenzaron a postularse las comarcas desde las que podría verse más nítidamente el paso flamígero de su cabellera, y entonces el Norte argentino picó en punta como observatorio natural del fenómeno. De allí nació en la barra de amigos una idea peregrina: juntarnos en Humahuaca cerca de diez cuates y avanzar desde allí hacia La Quiaca filosofando, con las miradas puestas en el cielo y los instintos bien aferrados a la tierra.

Conforme avanzaban los meses, nos fuimos dando cuenta de la suma fatal de diversas imposibilidades. Nuestra juventud y, por ende, nuestra cerril estrechez conspiraba seriamente contra el proyecto. Quien no tenía un trabajo que lo ataba, cursaba una carrera que ídem o corría el riesgo de abandonar un noviazgo prometedor. Sin embargo, ninguno aflojaba y entonces decidimos que cada quien saldría cuándo pudiera hacerlo y, por los medios a su alcance, tomaría el camino que en cada caso lo llevara a estar el 10 de abril de 1986 en la quimérica plaza central de La Quiaca, cuya existencia real y no imaginada era para nosotros un completo misterio. O sea: “Abril en La Quiaca”.

Mantuvimos el lema cual si fuera un estandarte de los cruzados, y con él nos dimos ánimos y buscamos mantener la moral en alto. Pero lo cierto fue que, de la casi decena inicial de amigos, sólo tres rumbeamos para el Norte: el flaco Alejandro Tiscornia por su lado, y Sandra Palomares y un servidor, como la pareja que éramos, por nuestra cuenta. Con las arcas vacías, nuestro equipaje consistía en las prendas más imprescindibles y en muchos panes de centeno tipo ladrillo, de esos que pesan toneladas y masticás sólo si sos guapo o tenés mucho ragú. En Retiro nos tomamos el tren que nos depositó en Tucumán, ciudad que atravesamos con el espanto de ver todavía en sus paredes pintadas “anti-terroristas” que oprimían los corazones y las conciencias. Salimos de raje para Salta, sin chances de conocerla y disfrutarla, tan flacos teníamos los bolsillos. En Jujuy, hicimos el transbordo a un mini micro que comenzó al ascenso hacia el frío intenso y las cornisas inmensurables: al primero lo combatimos con hojas y más hojas de diario (nunca le debimos tanto al “gran diario argentino”), y la noche –piadosa nos ocultó los precipicios que sorteamos a un ritmo infernal.

Amanecimos en la frontera, tomamos un desayuno reparador, y nos dispusimos a cruzar a Villazón para aprovechar el día. Mientras hacíamos los trámites aduaneros y la milicada comenzaba su habitual verdugeo de aquellos años (aunque mucho más suave que el que le daban a los coyas), vimos aparecer por el ancho puente internacional la quitojesca figura del Flaco Tiscornia, quien llegaba alucinado de su fugaz paso por Bolivia. Nos abrazamos ipso facto, y reingresamos a la Argentina a contarnos las viajeras peripecias y a celebrar nuestro módico “Abril en La Quiaca”.
Nos subimos los tres al mismo micro que nos había llevado en volandas, pero esta vez descubriendo cada recodo de aquel camino sembrado de prodigios y maravillas. El Flaco siguió derecho hasta Jujuy, y nosotros nos bajamos en Humahuaca, y pasamos luego a Tilcara. Allí comenzamos otro viaje, el de dejarnos hechizar por el Norte, sus colores, sus sabores, su incaico pasado, su hermosa gente y sus susurradas historias. Y algunas noches, cuando me agarraba el Capricornio, me emponchaba con lo que hubiera a mano y salía a buscar el Halley, aunque más no fuese su cola, su estela difuminada que también faltó a la cita.

No importa, porque si lo hubiese visto tampoco le agregaría nada a esta historia que hoy escribo pensando en aquella barra de amigos. Importa sí que sepamos que alguna vez, y todavía, fuimos y somos capaces de soñar viajes, amores y osadías.

miércoles, 2 de abril de 2014

Recordando al arquitecto Osvaldo Cedrón




Este texto, testimonio, carta, gesto de amor, fue escrito pocos días después de que muriera Osvaldo Cedrón (arquitecto, docente, militante peronista). Un ser entrañable. Hoy no es el aniversario de nada pero no hace falta. Del “Cholo” es bueno acordarse todos los días. En los días de sol y en los otros. Especialmente en los otros para que igual salga el sol.

***


Mar del Plata, 20 de septiembre de 2005



Por Silvana Inés Lado de Cipolla.



Despidiendo al Cholo

Hoy hace un mes que perdí a Carlos y no puedo todavía escribir algo para él. Pero sí puedo hacer algo que él seguramente hubiera hecho de haber estado: escribir una despedida para el CHOLO.

No tuve la dicha de estar entre sus amigos íntimos, pero sí el honor de conocer al Cholo y disfrutar de sus charlas y anécdotas en reuniones con amigos comunes y en la Sociedad de Fomento. Y es por esos ratos compartidos que puedo decir que el Cholo era de esas personas que hacen que las palabras compromiso y solidaridad tengan algún sentido.

El Cholo llegó a Mar del Plata de la mano de su viejo que pensaba que esta ciudad era "la utopía socialista" y pronto se chocó con otra realidad. Y habrá sido por esa realidad y por ese ideal que el Cholito decidió comprometerse para que la ciudad fuera otra.

No conozco toda su trayectoria como arquitecto, y de eso podrán dar mejor fe los colegas, pero sí fui testigo de su trabajo en los planes de vivienda y de que sacaba de su bolsillo para pagar las cuotas de los beneficiarios porque "pobre pibe, la mujer quedó embarazada de nuevo y no puede pagar".

O como esa vez en que le entraron en su casa a robar y, además de ofrecerles el auto a los ladrones y ayudarles a cargar las cosas, como los chorros no sabían manejar los llevó él hasta la villa donde vivían y se vino "en bondi".

Ese era el Cholo. Preocupado siempre por los demás, por los que no habían tenido posibilidades, por los "descamisados". Porque el Cholo era profundamente peronista.

El Cholito siempre participó en la Sociedad de Fomento del barrio junto con Carlos que, al revés que el Cholo, era profundamente radical. En una elección de la sociedad de fomento, después de contar los votos el Cholo viene corriendo, se abraza a Carlos y grita "¡Carlitos, le ganamo´a los radicales!". Todos nos reímos a carcajadas y Carlos le aclara "Pero Cholito, yo soy radical". El Cholo se queda un segundo pensando, lo vuelve a abrazar y le dice "No importa, somos del pueblo, del movimiento nacional y popular"


No sé si el Cholo creía en el cielo. Pero como yo sí creo me lo imagino diseñando lugares con ventanales enormes para que entre mucha luz, peleando con San Pedro para que deje entrar a alguno que no tuvo una vida fácil y cayó en la tentación..., discutiendo mano a mano con el barba y tomándose un vinito con Carlos mientras arman un movimiento celestial y popular.

Una vez lo escuche al Cholo decir sobre alguien "es buena persona, pero tiene demasiada universidad". Y demasiada universidad no era buena si te embotaba el sentido de la calle.

¡Hasta en eso tenía razón el Cholo! Sólo la calle y la vida te enseñan la medida del adoquín cuando te golpea en la cara.



En este momento siento que nos quedan pocos locos cerca, que corremos peligro de que se extingan y perdamos a los que imaginan utopías y salen al ruedo a pelear para hacerlas realidad. Sin ellos el mundo se vuelve gris y aburrido. Así que si ven por ahí uno de estos locos lindos, abrácenlos fuerte para que no se vayan y convénzanlos pronto de que no se puede vivir sin aire.

Fuente: http://escuelaprimaria22mdp.blogspot.com.ar/2011/07/1era-propuesta-de-modificacion-del.html